¿Productos para toda la vida? El fin de la obsolescencia programada
Cada vez son más lo que piensan que el actual ciclo de consumo y descarte tiene fecha de vencimiento.
Una lamparita lleva 118 años sin quemarse en una estación de bomberos en Livermore, California. Además de ser una atracción turística -figura en el libro Guinness de los récords y le festejan el cumpleaños cada junio-, la bombita de luz más longeva del mundo se convirtió en símbolo de un mecanismo secreto de la sociedad de consumo: la obsolescencia programada.
A todos nos ha pasado alguna vez. A los pocos meses de uso, las cosas que compramos ya nos parecen viejas. O se nos rompen cuando sentimos que podrían durar mucho más. Si nos apuran, diríamos que muchos productos hasta parecen diseñados para romperse.
Algo de eso hay: técnicamente, la obsolescencia programada es la planificación del fin de la vida útil de un producto para que, tras un determinado período de tiempo, se torne obsoleto, inútil. Es decir, en basura.
Irónicamente, la lamparita -emoji por excelencia de las buenas ideas-, es el producto paradigmático para explicar por qué las cosas ya no duran «para toda la vida», como decían nuestros abuelos. Hacia 1924, el invento de Thomas Edison tenía una vida útil de 2400 horas, pero en un afán por aumentar su producción, un cártel de grandes fabricantes se complotó para limitar la durabilidad de la bombita incandescente a 1000 horas. Ya en la posguerra, las publicistas de Madison Avenue usaban la nueva cifra como seductor argumento de ventas.
Esta trama de ribetes «conspiranóicos» -¿o quizás no tanto?- es el hilo del documental español Comprar, tirar, comprar en el que se apunta a la obsolescencia programada como uno de los grandes males que enfrenta hoy el medio ambiente.
El propio Steve Jobs se vio acorralado por un asunto similar. A meses del lanzamiento del Ipod, los usuarios comenzaron a reclamar que la batería de sus dispositivos se agotaba y que no podían cambiarla. Un misterioso graffiti se multiplicó en las vidrieras de los Apple Stores a modo de denuncia: «La irremplazable batería de tu Ipod dura solo 18 meses». El caso llegó a la Justicia y Apple se vio obligada a hacerse cargo del cambio de batería en sus futuras creaciones (siempre dentro de la garantía, claro).
Algunos productos parecen diseñados para romperse
Cuando se le pregunta por la durabilidad de lo que vende, el dueño de un local de bicicletas en Colegiales resume, fuera de micrófono, el sentimiento de muchos: que no existe tal cosa como un producto que dure para siempre, que las cosas caducan. «La obsolescencia de un producto es esencial para el crecimiento de una empresa. O de un país», dice.
Sin embargo, cada vez son más los que cuestionan que un modelo de desarrollo económico basado en la obsolescencia programada pueda convivir con uno de desarrollo sustentable.
Las cifras son elocuentes: de seguir así, en 2025 se generarán 54 millones de toneladas de desechos electrónicos en el mundo, según las proyecciones de la Oficina Internacional de Reciclaje. Una cantidad de basura equivalente a 317.000 obeliscos porteños.
De ahí que, en tiempos de inteligencia colectiva y de tutoriales por Youtube, muchos consumidores empiezan a negarse a tirar sus cosas y se animan a repararlas.
«Todos tenemos la percepción de que las cosas duran menos y de que no es fácil arreglarlas. Pero está naciendo una cultura de la reparación», dice Marina Pla, co-fundadora del Club de Reparadores, una ONG que convoca a los vecinos a arreglar sus electrodomésticos, ropa, bicicletas, etc.
«Buscamos concientizar sobre el valor de la reparación y atajar el problema antes de que se genere el residuo», agrega la diseñadora, para quien «más allá de la crisis económica, hay una crisis del modelo de consumo y descarte».
Por su parte, el economista y profesor de la Universidad de San Andrés, José María Fanelli, asegura que «si los productos duraran toda la vida, nos daría la oportunidad o bien de trabajar menos o bien de producir bienes de consumo distintos, como los servicios».
De hecho, señala que una gran cantidad de cosas ya duran para siempre. Y que son de las más valiosas. «Por ejemplo, Don Giovanni de Mozart: la escuché muchas veces, no se gasta y… cada vez me gusta más. Lo mismo ocurre con el cálculo diferencial en ingeniería: no se gasta. Pero para producirlos hay que invertir tiempo y recursos».
¿Todo cambia?
Más allá del ciclo de vida del producto, existe la llamada percepción de obsolescencia. Sucede con la tecnología, pero es más palpable en la industria de la moda, donde el recambio parece ser la única constante.
Ejemplos de esta fiebre de consumo hay muchos, pero también surgen antídotos sustentables. En su libro Que mi gente vaya a hacer surf, el ecologista y reacio multimillonario fundador de Patagonia, Yvon Chouinard, revela la fórmula para que el gigante de la indumentaria outdoor, se convirtiera en «la marca más cool del mundo» promoviendo el anti-consumo y la reutilización. «Lo mejor que podemos hacer por el planeta es usar las cosas el mayor tiempo posible. Reparar es un acto radical», escribió.
Con ese singular manual bajo el brazo, el representante de Patagonia en Argentina, Raúl Costa, profundiza estas ideas contra-intuitivas. «La propuesta es usar lo usado. Nuestros productos están diseñados para ser simples, funcionales y durar lo máximo posible. Patagonia toma las decisiones pensando en el planeta y no en el negocio.», explica. «Y así crece cada año».
¿Su última locura? Worn Wear, una gira por distintas localidades de la Argentina con una máquina de coser que repara la ropa gratis. Sea de Patagonia o de otras marcas.
Está claro que la cultura del descarte sigue siendo la norma. Aunque hay luces de esperanza: Warner Philips, descendiente de la dinastía de fabricantes de bombitas, fundó un start up que desarrolla súper lamparitas LED. Dicen que duran más de 25 años sin quemarse.
Esta columna fue publicada originalmente en el diario .
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