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El (otro) costo de viajar en avión

Frente al calentamiento global, volar se está convirtiendo en un dilema ético.

16 de diciembre de 19 . 13:13hs
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Manuel Torino

Hace unos días, Chris Martin anunciaba que suspendía hasta nuevo aviso las kilométricas giras mundiales de su banda Coldplay para evitar tomar tantos aviones.

Al mismo tiempo, Alexandria Ocasio-Cortez, la fulgurante congresista demócrata de origen latino, arremetía contra la industria aeronáutica de Estados Unidos y proponía viajar en tren.

Todo esto mientras Greta Thunberg completaba una travesía transatlántica de tres semanas a bordo de catamarán con tal de no pisar un aeropuerto.

Ninguna de estas tres personas sufre de miedo a volar. Aunque, muy probablemente, sí tengan vergüenza de hacerlo.

Referentes ambientales en sus respectivos campos, son conscientes de que cada vez que se suben a un avión contribuyen a emitir gases de efecto invernadero y profundizan el calentamiento global. Por eso eligen mantener los pies sobre la tierra. Y no son los únicos.

Greta recorre el mundo en barco o en tren como una forma de visibilizar la crisis ambiental.

Sin perder tiempo, los suecos –siempre a la vanguardia en la conversación sustentable–  ya acuñaron un término para referirse a este dilema ético que se les presenta a la hora de optar por un medio de transporte: «flygskam», que significa, literalmente, «vergüenza a volar» debido a la considerable contaminación que provoca el avión en el medio ambiente.

Algunos datos antes de decolar: hoy la aviación comercial es responsable del 2,5% de las emisiones mundiales de dióxido de carbono, según cifras de la Organización de Aviación Civil Internacional de las Naciones Unidas.

Sin embargo, con la masificación del turismo y la proliferación de las aerolíneas low cost, esa cifra se podría triplicar para 2050.

O quizás antes: este año Flightradar24, la genial plataforma de seguimiento de vuelos en tiempo real, anunció que con más de 225.000 vuelos en un solo día, se pulverizó el récord mundial de tráfico aéreo.

Por eso, a contramano de la «revolución de los aviones» que experimenta la Argentina -como el gobierno saliente denominó a la política de promoción de líneas aéreas de bajo costo para conectar el país-, en otras latitudes crece el movimiento antiaviones.

Los aviones comerciales contribuyen con el 2,5% de las emisiones mundiales de carbono.

Lejos de pensar en descuentos y promociones, los viajeros empiezan a poner la lupa en el otro costo de volar: el ambiental.

El problema de los aviones es que no solo emiten dióxido de carbono. Al quemar combustible, también liberan óxido nitroso y otros gases de efecto invernadero.

Lo peor es que estas emisiones se producen a 10.000 metros de altura, donde el impacto ambiental es mucho mayor debido a una serie de reacciones químicas, según explica el autor británico Mike Berners-Lee en su didáctico libro How Bad are Bananas, donde mide la huella de carbono de literalmente todo, desde un vuelo en avión hasta comer una fruta; darse un baño o mandar un mail.

Entonces, volar se está volviendo un hábito políticamente -o al menos ambientalmente- incorrecto. ¿Esto significa que deberíamos dejar de viajar en avión? Depende.

Está claro que hay distancias insalvables de completar por vía terrestre, especialmente en geografías tan vastas como la nuestra. Pero en otros casos existen alternativas razonables -tanto en el precio como en la duración del viaje- y con un impacto ambiental considerablemente menor.

El 25% de las emisiones se generan durante el despegue

Por ejemplo, según los cálculos de la Agencia Ambiental Europea, al viajar en tren un pasajero emite 14 gramos de (CO2) por kilómetro, contra 285 gramos si se el viaje se hace en avión. Unas 20 veces más, cifra suficiente para que algunos legisladores europeos propusieran prohibir los vuelos cortos en híper oferta.

Pero si a esta altura, el lector sigue pensando en esa promoción de un pasaje low cost para sus vacaciones de verano, deberá saber que existen formas de compensar la huella de carbono personal de su vuelo.

«Claramente la mejor solución es no volar y optar por medios de transporte alternativos. Pero todo genera un impacto y por esto nosotros medimos y compensamos esa huella de carbono a través de la restauración de bosque nativo», apunta Jorge Bellsolá Ferrer, director operativo de Seamos Bosques, una ONG que trabaja con empresas, organizaciones y personas con interés en plantar bosques para mitigar la contaminación generada.

[Lee más: Cómo medir nuestra propia huella de carbono]

En la misma línea, esta semana se lanzó Carboncero, el primer proyecto voluntario para medir y compensar emisiones de gases de efecto invernadero en la Argentina.

«Se trata de una app que utiliza fórmulas homologadas mundialmente y que permite al viajero calcular la huella de carbono personal de sus viajes y luego compensarla mediante acciones que llevan adelante organizaciones como Fundación Vida Silvestre», explica el ingeniero de software Guillermo Romero, quien lideró el equipo de voluntarios de IBM que desarrolló la aplicación junto a la Fundación Plan 21.

Viajar liviano -cuanto más equipaje carga el avión, más combustible gasta-, elegir las aerolíneas con prácticas más sustentables -misión cuasi imposible para los vuelos de cabotaje- y evitar las escalas -hasta el 25% de las emisiones se generan durante el despegue- son algunos consejos para intentar viajar con menos impacto ambiental. O lo que es lo mismo, a volar con más altura.

Esta columna fue publicada originalmente en el diario La Nación.

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